EL PICADOR
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Si días como aquél se pudieran predecir, la expresión de regocijo por la vida sería más común en los rostros. Y no fue un día siquiera... ¿una tarde, una noche apenas..? El paso de los años, lejos de enterrarla, ha convertido a aquella vivencia en un cristalizado referente de lo que es memorable en mi cada vez más sorprendida mente. La regular evocación espontánea de aquel episodio, trivial y ordinario como fue, persiste; no se lo traga el pasado, como bien podría.
¿Por qué? ¿Cómo hay momentos aparentemente insustanciales, cuyo seguro pronóstico es la intrascendencia total, que terminan amalgamados a nuestro aparato emocional sin probabilidades de abandonarnos por el resto de nuestras vidas? En mis círculos, de antes y de ahora, algo tan pedestre como reunirse con unos amigos en la calle a tomar un vino barato, con la maleta del carro abierta para oír música directo de las cornetas traseras, insólitamente habría sido fruto de una proyección premeditada de diversión, y menos con el fin de engendrar un recuerdo resistente al tiempo y los lugares. Cómo me ha hecho aprender la reiterada vuelta de aquel recuerdo hasta qué punto no hay condición convencional, fórmula ni receta preconcebida en marco sociocultural alguno, para los buenos ratos, para los momentos inolvidables... Un grupo musical era la gravedad; de Richard, Carlos y Pedro por paternidad directa, de Eddy y mía por afición militante. No hay nada que se disfrute más que divertirse en el acto creativo, y los ensayos y presentaciones en vivo de aquella instintiva banda, sin ser dechados de heterodoxia ni genialidad, ofrecían las suficientes dosis de hallazgos musicales como para pasarla bien de manera nutritiva, como para generar verbo y acto incluso más allá de lo artístico. Pero ese día no era de ensayo ni precisamente de un show; quizá estábamos reunidos para considerar la realización de alguna actividad, una grabación, un video, o quizá la razón no existía y simplemente coincidieron nuestros ratos libres. El escenario inicial, habitual por ser el mismo usado para ensayar, cómodo, a disposición sin molestar a nadie con el bullicio, fue insuficiente para aquellos tiempos de juvenil hinchazón vascular, que iluminados por los cristalinos firmamentos y el picante frescor de aquellas montañas nos impelían a mejorar la velada llevándola a un sitio intempestivo. Así, a pesar de haber anochecido (o quizá por eso) nos metimos todos en el minúsculo pero guerrero Fiat de Carlos y remontamos la cordillera, hacia arriba, con el agreste deseo de adentrarnos en la verdura y tomar posesión de lo despoblado, en una especie de burla nocturna del turismo diurno. Antes, claro, debíamos suplirnos de un mínimo riego de alcohol, más necesario para algunos que para otros, pero en última instancia vital combustible de comunión. Pasamos entonces por una de esas bodegas de carretera que siempre resuelven este tipo de ansias, y luego de que alguien, no recuerdo quién, más por su propia tradición dipsómana que por cualquier intención de altruismo financiero tomara la iniciativa de seleccionar el licor, la encendida locuacidad que a raudales traíamos todos se fue ralentizando al ritmo del cálculo monetario que tocaría aportar. Con inesperada parsimonia los cuatro nos aproximamos consultando tímidamente ―apenas arrimando la mano a la cartera con prudencia― “¿Cuánto es?”. Cada quien, unos más, otros menos, pero todos con un inusitado alto sentido de la austeridad, desembolsó lo que bien tuvo a poner (alguno incluso abriendo su billetera para mostrar que se quedaba limpio) acotando la jovial amortiguación “...esto es lo que tengo...”. Con todo, la botella estaba destinada a ser comprada. Retomamos la subida. Los monstruos y demonios no existían entonces, o al menos eran menos probables; el trayecto careció así de miedos mayores, sin que por ello, no obstante, lo imprevisible dejara de sazonarlo con una suficiente sensación de aventura. Rodamos y rodamos... kilómetro diecinueve, veintiuno, veintidós... y estuvo bien: veintitrés. Nos acomodamos en un punto adyacente a la vía, en uno de esos espacios que los árboles y el monte abandonaban en favor de los paseantes convencionales con sus picnics. La conversación, ya entusiasta durante el camino, no perdió intensidad. Sonaba la música que nos gustaba bajo la inmensidad de aquel cielo negro rociado de constelaciones. Música, arte, ideas, alguna que otra esperanza personal, y claro, abundantes naderías..., cada tema armonizaba con el otro, y el aura de las palabras comenzó de pronto a rozar la poesía cuando sin que nos importara para nada, una grácil llovizna lo envolvió todo. Libertad y esperanzas para la vida que corría y la que vendría, sensación creciente de omnipotencia ante un mundo que necesitaba nuestra existencia para mejorar un poco. Las rondas de tragos servidos en vasos de plástico entonaban la cosa, provocadas por y provocando el momento a tal punto que la curiosa magia de aquella botella nos hizo revisar su etiqueta cuando la última gota fue servida. Un hombre a caballo con una especie de lanza señoreaba en una ilustración ordinaria sobre el desangelado título que tan contradictoriamente acabó rotulando el recuerdo de aquellas nieblas alternadas de oscurísimos cielos escarchados de plata: “El picador”. Alguien ―cualquiera pudo haber sido―, seguro de que la temeraria idea no sería rechazada, sobre todo al condicionar que se tratara de la misma marca, sugirió comprar otra botella, y así nos grabó aquel sustantivo en la memoria. La hora y lo recóndito del paraje no incitaba mucho a la excursión; ya el permanecer ahí tenía lo suyo de arriesgado, de extravagante. Sin embargo ni un pero se oyó. Nos encaramamos de vuelta en el Fiat y deshicimos el trecho hasta la licorería aquélla, guiados por la irresistible carnada del recién coronado néctar de libación. Repetida la presencia de instantes atrás en el desaliñado local, ahora su mostrador experimentaba una atropellada concurrencia: el mismo voluntario natural que antes se aproximara solo para pedir la botella, era escoltado por los restantes cuatro como anhelantes gárgolas protectoras; y esta vez no tuvo necesidad de convocar la vaca, pues todos y cada uno, los mismos renuentes donantes de hacía rato, arrojábamos billetes ante el despachador ―incluso más de los necesarios―, materializados milagrosamente, de la nada, si se hacía caso a nuestras previas declaraciones de austeridad y bancarrota. Aquel brebaje tuvo el insólito poder de aflorar solidaridades. Ya de regreso en la inhóspita locación los ánimos seguían intactos, anhelantes de desenroscar la tapa del vino, que de lo vulgar ni corcho tenía. El frío, presente desde que saliéramos, enseriado por el agua y el viento, ahora nos hacía sentir únicos por soportarlo con gusto. El líquido al correr por las gargantas, reanudado, bienvenido y celebrado como el sexto amigo, cumplió con esa cualidad tan deseada en los alcoholes de calentar gozosamente las entrañas. Las caras de los otros cuatro volvieron a alternarse a la altura de mis ojos, reeditadas como máscaras eternas de plácido deleite, bajo trillones de minúsculas gotas que todo lo ungían como un gélido bálsamo liberador de nuestra cotidiana mundanidad. Carlos de pronto, tangencial a la charla, que nada había perdido de impulsión, espontáneo como la experiencia completa y con la soberbia noche haciéndole un fondo profundísimo a sus espaldas, comenzó a danzar al sonido de Boys Don’t Cry de The Cure. Pidiéndole el cigarrillo a otro que también fumaba, lo llevó junto con el suyo hasta sus ojos para imitar los puntos de luz que sustituían la mirada del cantante inglés en el video de la canción; incluso la melena de Carlos, aunque sin llegar a la maraña de Smith, apoyaba la ocurrencia del improvisado “performance”. Nuestras honestas risotadas se mezclaron con el imponente fragor de los pinos meciéndose a la voluntad de aquellos vientos incesantes que parecían arreciar la llovizna; resonaba nuestra algarabía, tan honesta y fundada, tan cabrona de referencias comunes e ilusiones compartidas, hablando, sonriendo, fumando, bebiendo, bajo sublimes fulgores que de pronto convertían las sombras en silente día fantasmagórico de un segundo, en una impresionante claridad que más irreal lo hacía todo. Tengo ante mis ojos, hoy, ahora, el rostro de Richard, el de Pedro, lisos, sin erosiones, iluminados por aquellos mudos relámpagos, cubiertos todos por la escalofriante agua que, destilada ella, destilaba también el alma con generosidad celestial. Lo trivial, lo que estaba por definición condenado a no trascender, se hizo imperecedero, al menos en mi cabeza, en la cabeza de alguien que acostumbra escribir, cosa que basta para que las cabezas se multipliquen y la trascendencia encuentre una trocha, quizá. Así yo doy fe, pues, escribiendo ahora, que un día de un lejano año, en un ignorado paradero, durante unas horas unos tipos cualesquiera se sintieron como inmortales titanes de las artes, dioses de la diversión sustancial, todopoderosos en una apoteosis secreta que aquella inspirada noche retrató para siempre con sus centellas en la película de aquel negrísimo firmamento que quizá aún siga necesitando un revelado a todo color. Derechos reservados - Marlon Lares, 2017 |