TE ESTOY OYENDO
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Salgo contigo. Desde hace días hemos estado pendientes de vernos para compartir un café y al fin coinciden nuestros apretados tiempos. Ando de aquí para allá siendo demasiado actual para concentrarme en una sola cosa. Mi profundidad no pasa de la sonora moda, principalmente mientras sea trivial y no me quite mucha energía cerebral. Nada fuera de esto me mantendrá en atención.
Llego al café y me alegra que estés ya allí. El ambiente no está mal pero su falta de gente bella pronto me aburrirá. Sin embargo, como me caes bien haré el esfuerzo de no pensar en irme justo al acabar mi bebida; claro, siempre y cuando me estés entreteniendo. La charla ha gateado apenas luego del abrazo y las sonrisas del saludo. Llevo menos de veinte segundos frente a ti en la mesa y no imagino esa eternidad sin haber sacado el celular. ¿Me habrán escrito, me habrán llamado y no lo sentí? ¿Habrán publicado algo en las redes que no me incumbe pero me distrae? Haces una introducción con cosas insustanciales, das un recuento de lo reciente sin enfoques ni juicios pesados, hablas del estado del tiempo… en fin, cualquier tontería, como me gusta. Llegas a un tema que someramente me llama la atención, pero no tanto como para no echar de menos mi celular. Tu insólita omisión de sacar el tuyo estimula en mí un instantáneo síndrome de abstinencia que empeora cuando te extiendes en el tema que escogiste. Hablas, hablo, pero tengo que revisar el teléfono y no puedo esperar alguna pausa de tu discurso; no me interesa hacerlo. Sin mediar ninguna absurda petición de permiso, saco mi aparato, como el alcohólico que encuentra una botella después de horas sin mojarse los labios. Ah, qué bien: varios mensajes, actualizaciones en las redes, un video y varios audios de los últimos acontecimientos... Reviso todo con mis veloces dedos —deshuesados vermes evolucionados al ritmo de estos ultramodernos teclados— mientras parloteas cosas que quizá me interesarían en un inconcebible mundo sin celulares. No obstante, presto atención a las dos cosas, sin verte a los ojos como bien me lo permiten e incluso pautan los protocolos de cortesía manejados por todos los que estamos en algo hoy en día. De pronto mi campo visual es transgredido por tu impertinente gesto de cruzar los brazos con cierta impaciencia, y mi cerebro, a pesar de ser prodigiosamente índigo y de insuperable inteligencia emocional sin uso práctico, capaz de explorar con gustosa diligencia el mundo virtual al mismo tiempo que mantiene mi cuerpo sentado inerte frente al tuyo para cumplir la mínima etiqueta de un “encuentro personal”, percibe que estás siendo tediosamente egoísta al sugerir con esa postura que, ¡oh blasfemia!, debo abandonar mi requisa electrónica para dedicarme exclusivamente a ver tu rostro al conversar. Súbitamente, como temía, apoyas tu actitud corporal interrumpiendo lo que dices justo a la mitad de una frase, generando un vacío semántico que busca sin equívoco mi atención visual. ¿De qué cavernosas costumbres del pasado provienes tú al pretender tal cosa, y además con semejante amonestación solapada, disimulada con una sonrisa de gentileza forzada? Pues ten en cuenta, mi casual comensal, que conmigo sólo gozarás de algo lejanamente parecido a tus anacrónicas pláticas llenas de cálida amenidad ―alimentadas por el simple placer de disfrutar de la viva y expectante expresión del rostro de quien te escucha, responde y comenta agradado―, durante los breves pasajes en que el smartphone no me reclame la vista; porque de resto, cuando te vuelvas a cruzar de brazos y sostengas un vacío en tu cacareo para llamar mi atención pretendiendo achacarme cierta vaga mala educación, apenas levantando milímetros la cabeza y sin despegar los ojos de la pantalla, carente de remordimiento alguno te diré “te estoy oyendo”. Derechos reservados - Marlon Lares, 2017 |